Hace poco cumplí 24 años y fui a Disneyland porque tengo el alma de un niño, pero como también tengo el aguante de un fumador de 90 años, estaba sentado en una banca. Fue entonces cuando vi, con el rabillo del ojo, a dos adolescentes en Main St. tomándose selfis. Mostraban sonrisas amplias cuando tenían el teléfono al frente, pero tan pronto como tomaron la foto, esas sonrisas se esfumaron más rápido que los ahorros de toda tu vida en este parque.
Luego se fueron caminando mirando sus teléfonos. Probablemente estaban verificando que la iluminación en la foto estuviera bien, o que sus sonrisas fueran lo suficientemente grandes para asegurarse de que la foto que habían tomado fuera suficientemente buena para que miles de personas la vieran. Estábamos en “El lugar más feliz del mundo”, pero estas chicas parecían más interesadas en parecer felices para que otros lo vieran que en ser felices de verdad.
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Es una competencia en la que nadie gana. No hay medallas. Solo una cierta cantidad de Me gusta y un comentario ocasional del tipo raro que conociste en el bus.
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Esa obsesión por obtener validación en redes sociales es algo con lo que lidiamos a diario. Tomamos los fragmentos más exuberantes, prístinos y editados de nuestras vidas para mostrarselo a gente que está haciendo exáctamente lo mismo. Es como estar compitiendo para ver quién es capaz de construir la versión más atractiva de sí mismo y mostrar que la está pasando mucho mejor que el resto. Es una competencia en la que nadie gana. No hay medallas. Solo una cierta cantidad de Me gusta y un comentario ocasional del tipo raro que conociste en el bus.
Luego regresas a tu vida aburrida, que es la realidad de casi todos. La mayoría de las personas en el mundo viven una vida más bien tediosa y llena de ansiedad con la que se sienten insatisfechos. Incluso si eres una celebridad que pasa sus días de entrevista en entrevista, en alfombras rojas y fiestas, sigues siendo humano. Y por eso mismo también sientes lo que la mayoría de humanos sienten: inseguridad, ansiedad, soledad, la sensación de no conectar con otros, y preocupación sobre lo que pueda pensar de ti el mundo. Las redes sociales son la nueva forma que tenemos de escapar a esos sentimientos, pero al mismo tiempo los magnifican.
No había visto que trataran este tema de manera correcta en una película hasta que vi Eighth Grade de Bo Burnham. En la película, Kayla, el personaje principal está en su último año de escuela media en un colegio lleno de pre-adolescentes adictos a las redes sociales. Para estos chicos y para nuestra protagonista, esta nueva forma de vivir es toda la vida que conocen. Nacieron con eso. Publican fotos en Instagram y revisan Twitter. Siguen, retwittean, comentan, comparten, se suscriben, todas estas palabras y acciones grabadas de manera permanente en sus cerebros.
Y vemos cómo este estilo de vida afecta a Kayla. Vemos (y sentimos) cómo su ansiedad aumenta con las redes sociales. Estas son el espacio en el que se siente más cómoda al tiempo que la mantienen prisionera, algo así como un Síndrome de Estocolmo mental. Vemos a Kayla haciendo videos de YouTube sobre "ser tú misma", y luego la vemos construyendo concienzudamente la foto perfecta para publicar en Snapchat con la etiqueta: "Desperté así". La vemos hacer un video sobre atreverse a salir de la zona de confort y luego casi teniendo un ataque de pánico en una fiesta con sus compañeros de clase. Nos muestran todos estos momentos muy íntimos, crudos y emocionales, y empatizamos con ella. Todos hemos vivido sus ansiedades adolescentes, y debido a las redes sociales, yo diría que en realidad nunca las superamos.
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No se trata de un guionista de 50 años que no sabe nada sobre adolescentes modernos, pero por alguna razón se encarga de que digan una cantidad de estupideces que poco tienen que ver con el tema real.
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No creo que Eighth Grade sea parte de una campaña en contra de las redes sociales, está lejos de serlo. Es una película moderna sobre crecer, escrita por alguien que empezó a publicar videos en YouTube cuando tenía 16 años. Burnham vivió esa vida y la aprovechó para lanzar su carrera. Pero debido a que estuvo en las redes sociales desde tan joven, se puede decir que las ansiedades de Kayla en la película canalizan su propia experiencia. (Eighth Grade no aborda explícitamente los problemas de salud mental, aunque Burnham ha discutido sus propias luchas con la ansiedad y los ataques de pánico). Está claro que la razón por la cual sus personajes se sienten tan genuinos es porque están escritos por alguien que lo ha vivido, que ha estado en esas trincheras. No se trata de un guionista de 50 años que no sabe nada sobre adolescentes modernos, pero por alguna razón se encarga de que digan una cantidad de estupideces que poco tienen que ver con el tema real.
Kayla es como es porque Burnham sabe quién es ella, porque ella es como todos nosotros. Burnham es lo suficientemente inteligente para entender que lo que siente Kayla es lo que todos sentimos sin importar que tan grandes creemos ser. Todos tenemos inseguridades. Todavía nos sentimos extraños intentando conversar con alguien a quien acabamos de conocer. Necesitamos sentirnos validados, amados por alguien, o por todos. Eighth Grade hace que los espectadores se miren al espejo y reconozcan esos comportamientos que no queremos admitir que tenemos, impulsados por las redes sociales. Todos estamos juntos en esto de estar solos, y eso está bien.