Cada junio, cuando llega el mes de la diversidad sexual, me pongo nostálgica y pienso en las celebraciones de hace años. Como muchos de mis lectores sabrán, algunas de las personas más importantes y con más influencia en mi vida han sido gay, y dejaron una marca definitiva en la manera en que veo el mundo. Fue a través de ellos que me di cuenta de que podía ser una mujer fuerte, independiente y sincera mientras tenía unos tacones de 15 centímetros.
La comunidad LGBT+ siempre ha defendido a las mujeres fuertes (Cher y Madonna son íconos gay por excelencia), y ese fue el vínculo que tuve con mis amigos. A diferencia de la amistad que tenía con hombres heterosexuales, que desaparecerían cuando conseguían novia, mis amigos gay me apreciaron todos los días del año, así me vistiera como Betty la fea. Íbamos todos los días a los bares gay de la zona. Los lunes eran calmados, los miércoles era noche drag, y los sábados estaban llenos de hombres sin camisa, bailando al ritmo del pop con canciones de Britney Spears y Kylie Minogue. Nos hacíamos compañía cuando salíamos del trabajo, hablábamos de las últimas tendencias de la moda y los novios de nuestros amigos.
Ellos eran las hermanas que nunca tuve. Adam, una hermosa pelinegra de 40 años que parecía de 25, me dio uno de esos consejos que toda mujer necesita escuchar, especialmente cuando es joven: nunca dejes que nadie te juzgue por la ropa que escoges usar. Que no te de pena hablar sobre sexo, porque no hay nada de vergonzoso en ello. Mi mejor amigo, Steven, era divertido a niveles histéricos, siempre íbamos a McDonald's. Nos metimos en muchos líos con extraños porque no podíamos callarnos.
Nuestras noches de diversión tomaron otra forma, una que se celebraba anualmente y que se llama Pride. Cada año, a finales de junio, un combo de unos 20 homosexuales y yo nos permitíamos un fin de semana lleno de fiesta, ligues de una noche y drama en grupo. Luego, asistíamos al desfile oficial a la mañana siguiente. Por lo general, era una de las pocas personas heterosexuales en estos eventos, pero los hombres gay que conocía siempre eran hospitalarios y amables.
La mayoría de mis amigos todavía no había salido del closet con sus familias o con sus amigos hetero, por lo que no podían hacer demostraciones de afecto a sus parejas (y mucho menos en público) sin ser acosados o enfrentar violencia. Ir a los desfiles del Pride fue una declaración de solidaridad, pero también era una fiesta de la libertad: ahí le dices al mundo que tiene que cambiar, que no hay nada de malo en ser gay.
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Cuando estaba mal visto que las mujeres lucharan por lo suyo o por decir lo que pensaban, la comunidad gay estuvo ahí para apoyarlas, para decirles que el miedo no podía hacerlas retroceder.
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Fue en esa misma época cuando me crucé con el trabajo de Ray Blanchard, profesor de psiquiatría de la Universidad de Toronto y sexólogo reconocido a nivel mundial. Su investigación la había reseñado la revista Time, y la leí con fascinación; su teoría era la del efecto del orden de nacimiento: exponía la idea de que los hombres gay eran —en promedio— más propensos que los hombres heterosexuales o las lesbianas a tener hermanos mayores (por lo menos una gran cantidad de hermanos mayores).
La razón de esto es el entorno prenatal. Cuando una mujer queda embarazada con un feto masculino, se desencadena una reacción particular en su sistema inmune, una respuesta que se fortalece con cada hijo. Blanchard creía que esta respuesta inmune aumentaba la probabilidad de que los hijos más jóvenes fueran homosexuales.
En aquel entonces, la persona promedio no sabía qué hacía a una persona homosexual o heterosexual, si se nacía así o si era una elección, pero todos mis amigos juraban que era biológico. "Me han gustado los hombres desde que tengo memoria", decían. Les mostré el artículo con la intención de que juntaran las piezas de su identidad. Varios años más tarde, volví a pensar en la investigación de Blanchard y tomé la decisión de hacer un posgrado en sexología. (Como dato extra, ahora considero a Ray un colega y, un amigo).
En los 15 años que han pasado luego de que se publicara el artículo en la revista, se ha incrementado la evidencia que confirma la teoría del orden del nacimiento. En un estudio reciente, Blanchard y un equipo de investigadores, dirigido por Anthony Bogaert en la Universidad de Brock de Canadá, dieron un paso más, demostraron que es inmunológico.
En el estudio, las mujeres que tenían hijos homosexuales —especialmente aquellas con hijos gay que a la vez tenían hermanos mayores— mostraron niveles más altos de anticuerpos contra la NLGN4Y (una proteína implicada en el desarrollo cerebral de los hombres) que las madres que tuvieron descendencia masculina. Esto es lo que podría crear diferencias en la forma en que el cerebro de un nonato se vuelve masculino.
Aunque claro, esta respuesta inmune es solo un factor entre los que influyen en la orientación sexual masculina, ya que no todos los hombres con hermanos mayores son homosexuales. Pero estos hallazgos se ajustan a un consenso científico amplio, lo que respalda la idea de que la orientación sexual es biológica. Esto incluye el trabajo de Simon LeVay, el padre de la neurociencia enfocada en la sexualidad, cuya investigación, a principios de la década de 1990, mostró diferencias en la estructura del cerebro entre hombres heterosexuales y hombres homosexuales.
En cuanto a mí, las cosas eventualmente se fueron calmando, mientras estaba en el proceso de cambiar de carrera y crecer, fui retirando las mini faldas y las palabrotas. Fui reemplazando los shots de tequila por Perrier. Comencé a leer libros de neurociencia y a preguntarme por el lugar al que me llevaría este camino.
Mis amigos siguieron con sus carreras y ahora usan trajes para ir a trabajar. Mi yo de esa época no nos reconocería si nos viera hoy. Pero la verdad es que no importa cuánto cambie mi vida, la comunidad LGTB+ siempre será mi segundo hogar, porque en la época que estaba mal visto que las mujeres lucharan por lo suyo o por decir lo que pensaban, la comunidad gay fue la que estuvo ahí para apoyarlas, para decirles que el miedo no podía hacerlas retroceder. A menudo la gente me pregunta de dónde saco el valor para decir las cosas que digo cuando escribo columnas y artículos. La verdad es que le debo mucho a esos días, a los hombres que conocí cuando estaba joven.